Un mundo feliz

Desde hace siglos, los filósofos se han preguntado acerca de la felicidad. Aristóteles, por ejemplo, se planteaba en qué consistía y en dónde debía ser encontrada. Y llegaba a la conclusión de que la felicidad era la suprema bondad. En la Edad media, por su parte, San Agustín sostenía que la felicidad era un regalo de Dios y que se obtenía solamente a partir de la gracia divina. Tomás de Aquino retoma a Aristóteles y a San Agustín en sus planteos pero tiene una duda: si la felicidad es lo que el ser humano desea y si esta puede ser hallada sólo en Dios, ¿cómo se explica que el hombre se aleje de Dios y cometa pecados? Y aquí todo se complica porque aparece el concepto de “satisfacción”, diferente al de “felicidad”. Más tarde, aparecerá Duns Scoto, quien contrasta la felicidad con la teoría ética. Según él, existen ocasiones donde lo ético no nos hace necesariamente felices. Y así llegamos hasta el siglo XVIII cuando Kant, al igual que Scoto, entiende como suprema meta del ser humano no a la felicidad sino al sentido del deber. Y es así cómo la felicidad aparece eventualmente contrapuesta a la ética, debiendo el hombre decidir entre ambas a la hora de actuar de determinada manera. En estos momentos, existe una campaña publicitaria de Coca-cola que consiste en haber creado un “Instituto de la felicidad” (en cuyo nombre se encuentran indudables reminiscencias orwellianas y huxlerianas). Este Instituto tiene por objetivos “la investigación y la difusión de conocimientos sobre la felicidad con el fin de contribuir a mejorar la calidad de vida de los españoles”. La campaña implica a una serie de personajes mediáticos presentados como “expertos” que investigarán qué significa realmente ser feliz en España. La conclusión a la que llegarán es más que predecible: uno puede encontrar la felicidad aquí o allá, pero siempre será feliz si toma Coca-cola. ¿Feliz y ético?