Ji Kang es muy anciano. Puede que tenga más de 1000 años. Una larga barba color ceniza cae sobre su pecho y llega casi hasta el suelo, al igual que su coleta, que baja por su espalda en una delgada trenza. Él y el gato cuántico caminan delante de mí, poniéndose al día con las novedades de Arham y las complicaciones que aquejan a la ciudad lunar, habidas cuentas de las erráticas y represivas conductas del comandante Aukan y de la creciente violencia metrofóbica de Domingo de Ramos y su banda.
Unos pasos por detrás, me retraso admirando la inmensa biblioteca. Me acerco hacia uno de los estantes al azar y cojo un libro, también al azar. Qué curioso: está en blanco. Cojo otro libro de otro estante: también está en blanco. Me fijo en las pantallas encendidas en algunos de los escritorios: están vacías. Inquieta, voy de un libro a otro, de una pantalla a otra: todo vacío y en blanco. En esta biblioteca no hay palabras.
– ¿Qué es esto, Ji Kang? Tus libros y tus pantallas están en blanco. ¡Aquí no hay ninguna palabra!
Deteniendo sus pasos, Ji Kang se vuelve hacia mí y, observándome con una tierna sonrisa, me responde:
-Puede que aquí no haya palabras para ti. Para mí sí que las hay. Cada vez que miro uno de estos libros o pantallas, en mi mente aparecen toda clase reflexiones y de historias. Quizás el leer tiene que ver más que con sólo las palabras que están en una página o una pantalla. ¿Nunca lo habías pensado?
Antes de partir, Ji Kang me entrega un sobre cerrado y me indica que no lo abra hasta que el cielo de la noche negra se vuelva rosado.